Todos tenemos días grises. No son
buenos, ni malos. No son medio negros, ni medio blancos, son simplemente
grises. Son días donde tu mente pierde el color o noches en las cuales pareces
vivir un mal sueño, un mal rato, un desconsuelo. Son días que a veces hacen
falta, porque te ponen a pensar, a leer, a escribir y a orar.
En los días grises, eres
realmente tú, no tienes la euforia de la alegría, ni el pesar de los días
malos. Son días que te llevan a reflexionar, a veces a dormir y también te
empujan a soñar, con un dejo de tristeza, pero te empujan y dependiendo de tu
decisión, te llevan a buen camino. La nostalgia es gris, así como la
melancolía, el dolor es más oscuro, casi negro. Hay recuerdos grises, unos por
no ser agradables y otros, por ser muy antiguos o bastante viejos.
El día gris no tiene color,
tampoco olor ni sabor, nada nos sabe bien en esos días. El frío nos molesta y
el calor nos exaspera. No hay dolor, tampoco se siente esperanza, solo nos
lleva, nos camina, nos cansa. A veces está gris tenue y es cuando llueve con
mucha calma, pero cuando él oscurece, se convierte en tormenta, truenos y rayos
que le secundan y si es de noche, por un momento lo iluminan, son luces
brillantes, fuertes y a algunos les espantan.
El gris está como en el medio,
combina con todo, pero no resalta. Quien lo viste se ve muy sobrio y si toma
mucho, normalmente termina ebrio. Cuando es brillante, ya no es gris, es plata,
cuando es opaco, parece sucio, como olvidado.
Todos tenemos días grises, en alguna
etapa de la vida. Gris oscuro y amargo o gris claro y fresco. No son buenos ni
malos, simplemente son grises, pero dependiendo de ti, se verán luego, días
tranquilos, días felices.
Eduardo J. León Hernández
Febrero 22, 2.017
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