Estar en un país diferente al tuyo significa muchas cosas.
Tener lejos a muy buena parte de los que quieres, es duro, muy duro y es algo
que a muchos venezolanos nos está ocurriendo, cada vez más.
Este año, el anterior y el otro, ya son cuatro, en los que no he podido compartir con
mis padres la celebración del día de la madre y del padre. Tampoco les he
enviado un regalo, apenas unas palabras por el teléfono, porque ni siquiera ha
habido la oportunidad, por problemas de comunicación, de verles la cara y
hablar un rato a través de las redes, ha sido imposible.
Para un venezolano, esos son días sagrados, son días en los
cuales afloran muchas cosas, recuerdos dulces y alegres, pero también los duros
y los amargos. Vienen a la mente, aquellas acciones buenas que los padres han
hecho por ti y las no tan buenas que tu haz hecho. Es época de traer a la mente
los resentimientos, las fallas y los errores y arroparlos con los aciertos, las
alegrías y los buenos consejos, para limpiar los primeros, usando los últimos.
Haces un sancocho de emociones y recuerdos y luego los conviertes en un abrazo,
en unas palabras sencillas, una comida o simplemente en un regalo, que normalmente,
para ellos, el más apreciado es tu presencia.
Que tus padres te puedan tocar, abrazar y conversar un rato
contigo, el que tú los escuches, sobre todo cuando ya están entrando en la
segunda adultez, cuando ya están muy cerca del octavo piso, es lo que más les importa. Poderte
comer con ellos ese dulce que tu madre ha hecho durante toda la vida,
tomarte una cerveza con el viejo, o un whisky con Coca-Cola con la vieja
(sacrilegio que solo se hace con un whisky barato), son cosas sin precio y con
un valor incalculable.
En mi vida han sido una constante esos momentos, esos dos días.
Recordaba cuando un día de la madre, mi primo Jorge Luis y yo, hicimos un enorme menú, con la
posibilidad de ordenar más de 20 platos diferentes, de variados orígenes, con muchos
sabores y contrastes. Fue una locura, nos desbordó la cantidad de pedidos que
pasaron por encima de la tabla de planchar, mueble que dividía el comedor del área
que habíamos destinado para elaborar los platos a consumir en esa comelona y que defendíamos como un fortín, de algunos osados lambucios.
Habíamos
decidido cocinar para nuestras madres, esposas, hijos, tíos, primos, etc., para
toda la gente que hizo presencia en el caserón, como bautizó Tiabe la casa de mis padres, epicentro de cuanto jolgorio tocaba celebrar en la familia. Fueron tiempos
muy agradables y alegres, que seguro todos recordamos con nostalgia. Debo
señalar, que el año siguiente a ese magno evento culinario, pidieron ir a comer
a un restaurant, no por la calidad de la comida, modestia aparte quedó
exquisita, mi primo y yo, además de saber andar limpios de real, nos destacamos
por ser muy buenos cocineros. El problema fue el reguero, el desorden, la
enorme cantidad de ollas, bandejas, sartenes, planchas, platos y demás utensilios,
que utilizamos y que no terminamos de lavar. Ya no nos daba el cuerpo. Fue solo
ese pequeñito detalle en el que fallamos.
El menú incluía comida china (con lumpias y todo, Jorge Luis
había recién terminado un curso), platos criollos, italianos, pavo, pollo, carnes
y hasta entradas españolas y alemanas, de verdad fue un festín de sabores que además incluyó varios postres, en especial uno que aprendí durante mis periplos de
comensal, en esos años que viví en Caracas. Unas famosas crepes, embebidas en miel,
conchas de naranja, cointreau y triplesec, luego flameadas con brandy y finalmente coronadas con una bola de helado
de mantecado. Es una vaina fenomenal. También hubo dulce de limonsón, torta de piña,
quesillo, etc. No hubo nada que le gustara a la familia que no estuviese allí.
Ese “verguero”, como decimos en maracucho, me hace falta, nos
hace falta. Le hace falta a mi madre y a mi padre, a toda la familia, sé que es lo que más desean,
vernos a todos de nuevo, cerca, alrededor. Ese es el regalo que quisiera darles,
pero lamentablemente no puedo. Diferentes razones como la distancia, la imposibilidad de movernos todos, los riesgos personales que para varios de
nosotros eso involucra, la situación país, que incluye la enorme dificultad de
conseguir lo que necesitamos para hacer una comilona de ese tipo. Aunque yo
estoy seguro, que si llegara y cocináramos unas arepas, con queso blanco y una tasa de
café con leche, para ellos sería la comida más deliciosa que querrían probar.
Mamá, papá, estoy en deuda con ustedes. Estoy en deuda con
Tiabe y con Nellita, mis otras dos madres, con Antonia y Leda mis bellas
cuñadas. Con mi tía Chela, a quien nunca le he dicho cuanto la quiero y con Chelita,
otra madre que la vida nos regaló a mi esposa Judith y a mí. Con mi Tía Yolanda. También estoy en
deuda con mi hermano Luis Ricardo (lo tenemos pendiente) y con mi compadre Rubén Piña, mejor conocido en
los altos fondos como Tiosi o Chayanne (ese es un cuento para otro día), con mis compadres
Hernán, Franklin y Noe, con tantos excelentes padres como son mis amigos Julio,
Garnier, Koby, José Vivas y muchos otros, que forman mi círculo de panas, que
no alcanzo a mencionar, pero que quiero que sepan que sus nombres están en mi
mente, siempre.
Al pasar de los días vemos que todo se torna más gris en Venezuela,
más oscuro, especialmente en mi Maracaibo; con una cada vez más triste y doblegada sociedad, pero algo me dice que mi pueblo va a reaccionar. Un no se qué me habla y dice que algunas mechas se encenderán, siento cosas que saltan en mi mente y en mis viseras,
señalando que cosas duras, pero a su vez buenas, pronto se asomarán en el
horizonte y su luz será suficiente para iluminar, sin necesidad de bombillos, a todo mi pueblo.
Mamá, Papá, les envío este escrito, que he completado con no pocas lágrimas cayendo sobre el teclado, lo he hecho con mis memorias sobre ese pasado
hermoso que hemos vivido, lo malo ya se borró. Quise ir en estos días y el domingo, decidí convertirme en Billito (habrá un libro para esto, paciencia) y volé en mis pensamientos. Los vi, los abracé,
los besé. Estuve allá con ustedes y sé que me sintieron. Me admiré de ver a Alex y a mi Pacheco, sirviéndoles
ese cerdo a la caja china que prepararon, olía muy sabroso. Gracias les doy a
ellos dos por cuidarlos, sé que lo hacen con mucho cariño y mucho mejor de lo
que yo mismo podría hacerlo. Aunque también sé que no es fácil, vamos a estar claros.
Me despido tranquilo, luego de haber puesto estas letras,
que tal vez no dicen mucho, pero que para ustedes sé que son bastante.
Los amo un mundo y sé que ustedes nos quieren más.
Los Piris, les envían un abrazo y junto al resto de la prole
les pedimos la bendición.
Su hijo mayor
Eduardo J. León Hernández
Barranquilla
Junio 18, 2018
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