Hace ya algunos años, conocí a una señora por la que siento un cariño muy especial. Ella se llama Rufina, pero puede llamarse tía Adelina o Sra. Carmen, como cualquier otra buena madre, ya pasa de los 80 años, está casi sorda y aun así, juega bingo.
Dios le regaló a Rufina cinco hijos, la mayoría de ellos mayores que yo, por lo que cuando los conocí algunos ya eran mayores y yo apenas un muchacho. Vivían todos juntos, en una casa grande cerca de la playa y todos comían de lo que hacía su madre, como debe ser, o no?
Hasta aquí, todo normal. Lo anormal era a la hora de comer. La cocina de Rufina, en un día cualquiera, parecía el restaurant de un hotel, sus cinco hijos comían a la carta. El mayor quería chivo, el segundo pescado frito, la hembra macarronada, el cuarto carne frita y el más chiquito quería pollito. Si así como lo leen, ni siquiera un pollo preparado de dos formas, de pronto para unos asado y para otros guisado. Pues no señor, a ellos les daba la gana de comer a la carta.
Tengo una tía que le decía, “nojoda Rufina dales veneno, hasta cuando te joden esos hijos tuyos, te tienen como una esclava”. Y era muy cierto, ningún ser que quiera a su madre se comporta así y no todas las madres están dispuestas a hacerlo. Era una situación bien extraña. Y yo me preguntaba, por qué esa señora hace eso, por qué los malcría así. Al día de hoy no tengo la respuesta, solo sé que Rufina era feliz haciéndolo.
Esta historia vino a mi mente en estos días, luego de leer algo publicado en las redes por un amigo, donde se describían todas las cosas que disfrutábamos en Venezuela en las fiestas de diciembre, la variedad de platos y la oportunidad que teníamos todos de comerlos, sin mayores sufrimientos para comprarlos o de ubicar los ingredientes para hacerlos. En ese momento me acordé de Rufina.
Como carajo hacía ella para elaborar esos cinco diferentes platos en cada almuerzo. No por la habilidad de hacerlos al mismo tiempo, que ya era complicado, no tenía “mujer de servicio” y sus hijos tampoco la ayudaban, mi pregunta vino por la posibilidad de conseguir y comprar todos los ingredientes para preparar esos variados platos. Rufina, como muchos de esa época, no era millonaria, ni por allí cerquita, no recuerdo de qué vivía, probablemente de algún alquiler, de alguna plata que recibía, pero con seguridad no era mucha, sin embargo ella consentía a sus hijos a diario con un bufé. Eso, ni de vaina hoy podría hacerlo.
Así vivía Rufina y su clan, con comida a la carta. Así vivimos muchos, un altísimo porcentaje d los habitantes de mi país, durante muchísimos años. No con platos individualizados, pero si con una gran variedad durante la semana. La gente más pobre, podía comer arepas, pollo, caraotas y arroz, eso nunca faltaba. Se conseguía en cualquier parte y no costaba mucho, había producción en el país y nadie lo controlaba. Los pobres de mi país podían comer y hasta le brindaban café a todo el que llegaba a su casa.
Hoy día la situación es muy diferente. Un pabellón, un plato tradicional venezolano, que lleva entre otros: carne mechada, arroz y caraotas, en estos momentos es una exquisitez, es bien difícil de ubicar. Carne y caraotas nicaragüenses y arroz brasilero, productos que antes exportábamos.
Esto es muy complicado, pero va a cambiar, nuestro país ya está cambiando. Se siente el movimiento en la cocina, hay ruidos, los hijos de Rufina y de Venezuela están actuando, quieren retornar a los tiempos de la buena comida y la tranquilidad. Quieren poder ir a la playa y tener que llevar. Quieren vivir tranquilos y volver a jugar con sus amigos, sin temor de ser asesinados para quitarles la plata luego de cantar, Bingo, Tabla Llena!.
Te quiero mucho Rufina.
Eduardo J. León Hernández
Abril 22, 2.017
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